‘La paradoja de la transparencia en la publicidad política’, por Paula Ortiz
Casi sin hacer ruido mediático, ha comenzado a ser aplicable uno de los textos legislativos más sensibles de la regulación reciente europea: el Reglamento sobre la transparencia y la segmentación de la publicidad política. Esta norma es la respuesta de Bruselas a las preocupaciones por la integridad electoral, las narrativas de interferencia extranjera y los temores sobre el impacto de la microsegmentación en el debate democrático. Su objetivo es armonizar 27 legislaciones nacionales dispares y devolver al ciudadano la visibilidad sobre quién intenta influir en su voto. El resultado es un entramado de obligaciones que choca con su aplicación práctica, y genera consecuencias inesperadas para el debate público que el legislador no previó.
El primer y más fundamental desafío es la definición de "publicidad política". En un esfuerzo por no dejar fisuras, el legislador ha optado por un concepto amplísimo. La norma no se aplica solo a un anuncio de un partido pidiendo el voto. Su ámbito se extiende a cualquier mensaje "susceptible de influir" no solo en unas elecciones, sino también en "un proceso legislativo o reglamentario". Esta vaguedad, advertida por diversos actores, incluida la industria publicitaria, durante toda la tramitación, es una fuente de inseguridad jurídica absoluta.
Pensemos en sus implicaciones prácticas. ¿Una campaña de una ONG sobre una nueva directiva de renovables? Es política. ¿Un anuncio de una asociación empresarial sobre el impacto de una regulación de datos? Es político. ¿Un comunicado de un think tank sobre la reforma de las pensiones? Es político. Esta definición obliga a los editores y plataformas a convertirse en árbitros de la intencionalidad del discurso cívico, trazando una línea inaplicable entre el debate social, el económico y el estrictamente electoral. El riesgo de un "efecto inhibidor" es inmenso: ante la duda y la amenaza de sanciones, la opción más segura para muchas organizaciones será, simplemente, el silencio.
El segundo pilar es un régimen de transparencia tan exigente que desafía la lógica comercial y técnica. La ley obliga a que cada anuncio etiquetado como político vaya acompañado de un aviso de transparencia exhaustivo. Este aviso debe incluir no solo quién paga, sino información que el ecosistema publicitario ha considerado tradicionalmente confidencial. Se exige, por ejemplo, publicar "la cifra total de importes" vinculados a la campaña, las técnicas y criterios de segmentación utilizados, e incluso métricas de rendimiento como visualizaciones y clicks.
Aquí es donde la norma choca con la realidad operativa. El ecosistema de publicidad digital no es una tubería lineal; es una red distribuida de miles de actores (anunciantes, agencias, intermediarios ad-tech, publishers) que operan en milisegundos. Imponer una obligación de transmitir esta ingente cantidad de datos de forma precisa y en tiempo real con cada anuncio requiere una reingeniería de todo el sistema, una carga desproporcionada que muchos actores pequeños y medianos no podrán asumir. Estas advertencias fueron articuladas durante el debate legislativo, pero la versión final del texto refleja que la viabilidad técnica se supeditó a la aspiración de una transparencia absoluta sobre el papel.
Frente a este escenario, las recientes decisiones de plataformas como Google o Meta de restringir drásticamente la disponibilidad de anuncios políticos en Europa son la única conclusión jurídica y operativa racional. Cuando el coste del cumplimiento es astronómico y el riesgo de un incumplimiento accidental, dada la ambigüedad de la ley, es existencial, se impone la mitigación del riesgo. La ley ha hecho que servir un anuncio "susceptible de influir" en un debate legislativo sea una actividad de alto riesgo. La consecuencia inevitable es la retirada estratégica de ese mercado.
Esta situación revela la ironía central del reglamento. No frenará a los actores maliciosos que operan fuera de la ley por definición. En cambio, su impacto recae sobre los actores legítimos. Los grandes partidos establecidos sobrevivirán. Pero el reglamento puede silenciar a las voces emergentes, a los candidatos locales, a las ONGs y a los grupos cívicos que dependen de la publicidad digital para alcanzar y movilizar a los ciudadanos. Al final, en el intento de crear un entorno perfectamente transparente, hemos creado un sistema que incentiva el silencio y perjudica la misma diversidad del debate democrático que pretendía proteger.
Paula Ortiz, Legal Executive Advisor
