The New Yorker se abre una cuenta en Substack
Hay noticias que parecen pequeñas hasta que las miras con calma. “The New Yorker se abre una cuenta en Substack” suena, de primeras, a chascarrillo de industria: otra newsletter más, otro canal, otro “hola, suscríbete”. Pero si rascas un poco, lo que tienes es a una institución legendaria de más de cien años bajando, tacones en mano, a la misma arena donde hasta ahora jugaban los periodistas quemados de redacción, los analistas que escriben desde su cocina y los frikis que montaron su propio medio en solitario.
Imagina la escena como si se la contaras a un niño. The New Yorker es el colegio más estricto del barrio: uniforme, biblioteca infinita, profesores que hablan raro y un director que da miedo. Substack es la plaza donde cualquiera puede poner un puesto: uno vende cómics, otro teorías conspiranoicas, otro explica economía, otro manda un cuento a la semana. Durante años, el trato era sencillo: si querías prestigio ibas al colegio; si querías voz propia bajabas a la plaza. Pues bien, ahora el colegio ha plantado una mesa en medio de la plaza y ha dicho “hola, somos nosotros, traemos lecturas y queremos jugar también”.
Lo que han montado no es un invento marciano. Se han abierto un Substack que funciona como club de lectura: un artículo a la semana, cuidadosamente elegido, enviado gratis a tu bandeja de entrada. Puede ser un reportaje político de diez mil palabras, una crítica de un disco, una crónica absurda desde un campeonato de sauna o un texto de archivo que de pronto vuelve a tener sentido. Siempre uno, siempre seleccionado, siempre acompañado de conversación: comentarios, debates semanales, algún “detrás de las cámaras”, caras conocidas apareciendo por el chat, y por supuesto, una invitación final muy educada: si esto te gusta, considera pagar la suscripción completa de la revista, porque alguien tiene que pagar las facturas de todo este periodismo tan fino.
Si lo miras con ojos de planner, es casi tierno: Substack como upper funnel, la newsletter como creatividad recurrente, el paywall de The New Yorker como conversión y la comunidad alrededor como retención. Performance editorial con gabardina literaria.
La parte jugosa no es el formato, sino el gesto. Durante años, Substack ha sido el patio trasero de los medios, algo así como el lugar al que te ibas cuando la redacción ya no te aguantaba más, cuando querías decir lo que no cabía en la línea oficial o cuando te apetecía ver si tu nombre valía algo sin logo detrás. Era el territorio de los individuos, pero de repente, una de las marcas más reconocibles del periodismo global aparece por la puerta y se sienta en la misma fila que los que escriben en pijama desde el salón.
Ahí es donde entra la fractura de la confianza. Hoy, mucha gente confía más en personas que en instituciones. No hace falta ningún estudio para notar el patrón: se paga por la newsletter de una periodista concreta, se sigue a un analista en X porque “me habla a mí”, se entra antes a un Substack que a la home de un periódico generalista. Los grandes titulares de las cabeceras han dejado de ser garantía automática, ahora son, como mucho, un filtro más. El resto se lo tiene que ganar cada newsletter.
¿Qué hace una institución como The New Yorker en mitad de ese mercado? Dos cosas a la vez. Por un lado, humaniza el monstruo: ya no es esa revista lejana que publica cosas importantes desde una torre de mármol. Es “nosotros, los editores”, que te recomendamos una historia a la semana, te la explicamos un poco, te invitamos a comentar y te prometemos pasarte por el chat. Suena menos a catedral y más a club de lectura. Por otro lado, se cuela en el mismo feed que los individuos. Si la atención está en Substack, ya no puedes esperar sentado a que el lector suba la colina digital hasta tu web, tienes que bajar tú a donde están sus ojos, su scroll y su dedo que decide.
Mientras tanto, al otro lado del espejo, los creadores que empezaron como individuos llevan tiempo haciendo el viaje inverso. La newsletter solitaria se convierte en micro-redacción, con editor, diseñador, product manager y acuerdos comerciales. De la lista de correo pasan al podcast, de ahí a los eventos, luego a una comunidad de pago, después a informes premium para empresas… Sin darse cuenta, han montado un medio con estructura, sin rotativa pero con todo lo demás; lo que antes era “un friki con Substack” ahora es un micro-medio con marca propia, más pequeño que un periódico nacional pero a veces más influyente en un nicho concreto. (¿Os suena de algo?)
El resultado es que la jerarquía de siempre se está achatando. Antes había pocos grandes medios arriba, miles de voces pequeñas abajo y una escalera complicada en medio. Hoy comparten bandeja de entrada. Un lunes por la mañana puedes abrir un correo de The New Yorker, otro de una periodista independiente, otro de un analista de AdTech y otro de un copy que se montó su newsletter por aburrimiento. Los cuatro compiten por los mismos veinte segundos de atención en la cola del café. El logo ya no te sube al escenario; si el texto de hoy llega flojo, da igual que tengas cien años de historia detrás: el lector se va con quien le hable mejor esa semana.
La jugada de The New Yorker cuenta también otra cosa sobre el modelo de negocio: el funnel ya no se construye sólo “en casa”. Los medios saben que el tráfico directo a la home no va a volver a ser lo que era, que el SEO está agujereado, que las redes sociales han dejado de entregarles audiencia gratis y que la dependencia de plataformas tiene techo. Abrir canales como Substack es aceptar que una parte de la relación con el lector se va a construir en territorio ajeno, con reglas ajenas, a cambio de algo muy concreto: acceso directo al inbox, datos de apertura y un marco de conversación más íntimo que la portada de la web.
Hay un toque de ironía fina en todo esto. Durante años, desde las agencias hemos vendido a las marcas la idea de que debían comportarse como personas: con voz propia, regularidad, honestidad, conversación. No sólo campañas, también contenido constante, newsletters, podcasts, comunidad. Ahora les toca a los medios aplicar su propia medicina. Las redacciones ya no pueden esconderse detrás de un logo, tienen que salir al escenario, poner nombre, tono y cara a lo que hacen, aceptar el directo y el comentario borde.
¿Es esto el apocalipsis de los medios tradicionales? No. Es peor para quien no se adapte y bastante mejor para quien entienda la jugada. Lo que se está configurando es una era híbrida donde las grandes cabeceras seguirán existiendo, pero no como torres aisladas, sino como nodos dentro de un ecosistema de creadores, newsletters, comunidades y plataformas. El signo de prestigio ya no será sólo salir en la portada, sino también conseguir que un lector diga “sí, mándame un correo tuyo todas las semanas y, de paso, aquí tienes mi tarjeta”.
Y en medio de todo esto, la frase que más me gusta de la carta de presentación de The New Yorker en Substack es casi un chiste privado: “no, no usamos diéresis en la palabra ‘too’”. Lo escriben ellos; lo subrayo yo. Una revista obsesionada con la forma se permite esta pequeña concesión al lenguaje de internet, un guiño mínimo, pero significativo: saben perfectamente a qué fiesta se han metido y con quién comparten barra libre.
Para los que venimos del ecosistema publicitario, el mensaje es claro: si un medio centenario está dispuesto a sentarse en la misma plataforma que un creador que empezó escribiendo desde su cocina, quizá ha llegado el momento de revisar cuánto seguimos confiando en logos y cuánto en personas y, sobre todo qué estamos construyendo nosotros: marcas que hablan desde la tarima o voces que se ganan, correo a correo, el derecho a seguir apareciendo en la bandeja de entrada.
Nos leemos en Substack… o en el inbox de al lado.
XOXO,
Gossip Girl
Puntos clave:
La entrada de The New Yorker en Substack simboliza el paso de una jerarquía rígida a una era híbrida donde ambos comparten plataformas, feeds e inbox.
Las instituciones mediáticas empiezan a comportarse como creadores con voz propia, frecuencia y conversación al tiempo que muchos creadores se convierten de facto en micro-medios con estructura, equipo y modelo de negocio.
En este nuevo escenario, la autoridad no la concede sólo la cabecera del medio, sino la relación directa y recurrente con el lector: quien gane espacio estable en la bandeja de entrada, gana la partida, tenga cien años de historia o acabe de abrir su newsletter.
Este resumen lo ha creado una herramienta de IA basándose en el texto del artículo, y ha sido chequeado por un editor de PROGRAMMATIC SPAIN.
